Cortesía.
Dicen que la gloria se siente en los estadios, pero para mí… la gloria verdadera siempre empieza en la presencia de Dios.
Mi historia no comienza en el Chelsea, ni en una cancha europea. Empieza en una pequeña iglesia en Brasil, viendo a mi papá predicar con fuego en los ojos y aprendiendo, desde niño, que antes de tocar una pelota, yo era un adorador.
Muchos creen que mi fe nació cuando me volví conocido, pero no. Mi fe nació en esos domingos donde la banda tocaba fuerte y el altar olía a lágrimas sinceras. Ahí aprendí a decirle a Dios: “Todo lo que soy, te pertenece”.
Y todavía hoy lo creo.
Cuando llegué a Inglaterra, me dijeron que aquí todo sería diferente. Que la fama, las cámaras, las expectativas… que todo eso iba a cambiarme.
Pero algo dentro de mí respondió: “Donde esté, lo adoraré. Y donde Él me ponga, voy a servir.”
Y lo vivo todos los días.
Entre entrenamientos y partidos, a veces lo único que deseo es llegar a la iglesia local, sentarme detrás de la batería y dejar que mis manos toquen algo más que un balón.
Porque ahí nadie me llama “estrella”.
Ahí soy solo un hijo, un siervo.
Un joven agradecido que sabe de dónde salió y quién lo levantó.
He aprendido que mi vida no se define por los goles que marco, sino por la entrega con la que vivo. Que cada celebración mía, arrodillado y con el brazo apuntando al cielo, no es un gesto vacío. Es mi manera de decir: “Señor, esto también es tuyo.”
No necesito un micrófono para predicar. Mi vida tiene que hablar.
Mi servicio tiene que hablar.
Mi actitud tiene que hablar.
Porque no tengo un “gran momento” de conversión dramática…
Tengo cientos de momentos pequeños, silenciosos, donde decido una vez más ser fiel.
Donde elijo adorar en el vestuario, agradecer en el dolor, cantar en medio de la presión, y servir aunque nadie lo vea.
Si me preguntas cuál es mi sueño, claro, quiero triunfar en el fútbol.
Pero más que eso, quiero que cuando la gente mire mi vida, pueda ver a Cristo.
Quiero que mis logros apunten al cielo.
Quiero que mis pasos cuenten una historia que no termina conmigo… sino con Él.
Así que sí… sigo diciendo lo mismo que de niño:
“Donde esté, lo adoraré.”
En el estadio o en la iglesia.
Con la pelota o con las baquetas.
Con miles mirando o en silencio, solo Él y yo.
Porque al final del día, todo lo que tengo viene de Dios.
Y todo lo que soy… también.

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